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domingo, 15 de agosto de 2010

Leopold Mozart - Kindersinfonie -Allegro-


Leopold Mozart, el padre del gran Wolfgang Amadeus Mozart, nació en 1719 en Augsburgo (Alemania) y murió en 1787 en Salzburgo (Austria). Estaba casado con Anna Maria Perti. De este matrimonio nacieron un hijo, el gran Wolfgang Amadeus y una hija Nannerl.

Breve explicación de la formación de los Oceanos. En Inglés.

sábado, 14 de agosto de 2010

Mejores escenas del cine jamás X - Intervista, Federico Fellini


No hay mucho que decir. La Dolce Vita es una de mis tres películas favoritas de la historia del cine. Marcello y Anita se reencuentran en "Intervista", 26 años después, viendose por primera vez desde que se transformaran en historia, en leyenda y en ícono.

domingo, 8 de agosto de 2010

El barril de amontillado [Cuento. Texto completo], Edgar Allan Poe.

El barril de amontillado

Lo mejor que pude había soportado las mil injurias de Fortunato. Pero cuando llegó el insulto, juré vengarme. Ustedes, que conocen tan bien la naturaleza de mi carácter, no llegarán a suponer, no obstante, que pronunciara la menor palabra con respecto a mi propósito. A la larga, yo sería vengado. Este era ya un punto establecido definitivamente. Pero la misma decisión con que lo había resuelto excluía toda idea de peligro por mi parte. No solamente tenía que castigar, sino castigar impunemente. Una injuria queda sin reparar cuando su justo castigo perjudica al vengador. Igualmente queda sin reparación cuando ésta deja de dar a entender a quien le ha agraviado que es él quien se venga.

Es preciso entender bien que ni de palabra, ni de obra, di a Fortunato motivo para que sospechara de mi buena voluntad hacia él. Continué, como de costumbre, sonriendo en su presencia, y él no podía advertir que mi sonrisa, entonces, tenía como origen en mí la de arrebatarle la vida.

Aquel Fortunato tenía un punto débil, aunque, en otros aspectos, era un hombre digno de toda consideración, y aun de ser temido. Se enorgullecía siempre de ser un entendido en vinos. Pocos italianos tienen el verdadero talento de los catadores. En la mayoría, su entusiasmo se adapta con frecuencia a lo que el tiempo y la ocasión requieren, con objeto de dedicarse a engañar a los millionaires ingleses y austríacos. En pintura y piedras preciosas, Fortunato, como todos sus compatriotas, era un verdadero charlatán; pero en cuanto a vinos añejos, era sincero. Con respecto a esto, yo no difería extraordinariamente de él. También yo era muy experto en lo que se refiere a vinos italianos, y siempre que se me presentaba ocasión compraba gran cantidad de éstos.

Una tarde, casi al anochecer, en plena locura del Carnaval, encontré a mi amigo. Me acogió con excesiva cordialidad, porque había bebido mucho. El buen hombre estaba disfrazado de payaso. Llevaba un traje muy ceñido, un vestido con listas de colores, y coronaba su cabeza con un sombrerillo cónico adornado con cascabeles. Me alegré tanto de verle, que creí no haber estrechado jamás su mano como en aquel momento.

-Querido Fortunato -le dije en tono jovial-, éste es un encuentro afortunado. Pero ¡qué buen aspecto tiene usted hoy! El caso es que he recibido un barril de algo que llaman amontillado, y tengo mis dudas.

-¿Cómo? -dijo él-. ¿Amontillado? ¿Un barril? ¡Imposible! ¡Y en pleno Carnaval!

-Por eso mismo le digo que tengo mis dudas -contesté-, e iba a cometer la tontería de pagarlo como si se tratara de un exquisito amontillado, sin consultarle. No había modo de encontrarle a usted, y temía perder la ocasión.

-¡Amontillado!

-Tengo mis dudas.

-¡Amontillado!

-Y he de pagarlo.

-¡Amontillado!

-Pero como supuse que estaba usted muy ocupado, iba ahora a buscar a Luchesi. Él es un buen entendido. Él me dirá...

-Luchesi es incapaz de distinguir el amontillado del jerez.

-Y, no obstante, hay imbéciles que creen que su paladar puede competir con el de usted.

-Vamos, vamos allá.

-¿Adónde?

-A sus bodegas.

-No mi querido amigo. No quiero abusar de su amabilidad. Preveo que tiene usted algún compromiso. Luchesi...

-No tengo ningún compromiso. Vamos.

-No, amigo mío. Aunque usted no tenga compromiso alguno, veo que tiene usted mucho frío. Las bodegas son terriblemente húmedas; están materialmente cubiertas de salitre.

-A pesar de todo, vamos. No importa el frío. ¡Amontillado! Le han engañado a usted, y Luchesi no sabe distinguir el jerez del amontillado.

Diciendo esto, Fortunato me cogió del brazo. Me puse un antifaz de seda negra y, ciñéndome bien al cuerpo mi roquelaire, me dejé conducir por él hasta mi palazzo. Los criados no estaban en la casa. Habían escapado para celebrar la festividad del Carnaval. Ya antes les había dicho que yo no volvería hasta la mañana siguiente, dándoles órdenes concretas para que no estorbaran por la casa. Estas órdenes eran suficientes, de sobra lo sabía yo, para asegurarme la inmediata desaparición de ellos en cuanto volviera las espaldas.

Cogí dos antorchas de sus hacheros, entregué a Fortunato una de ellas y le guié, haciéndole encorvarse a través de distintos aposentos por el abovedado pasaje que conducía a la bodega. Bajé delante de él una larga y tortuosa escalera, recomendándole que adoptara precauciones al seguirme. Llegamos, por fin, a los últimos peldaños, y nos encontramos, uno frente a otro, sobre el suelo húmedo de las catacumbas de los Montresors.

El andar de mi amigo era vacilante, y los cascabeles de su gorro cónico resonaban a cada una de sus zancadas.

-¿Y el barril? -preguntó.

-Está más allá -le contesté-. Pero observe usted esos blancos festones que brillan en las paredes de la cueva.

Se volvió hacia mí y me miró con sus nubladas pupilas, que destilaban las lágrimas de la embriaguez.

-¿Salitre? -me preguntó, por fin.

-Salitre -le contesté-. ¿Hace mucho tiempo que tiene usted esa tos?

-¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem!...!

A mi pobre amigo le fue imposible contestar hasta pasados unos minutos.

-No es nada -dijo por último.

-Venga -le dije enérgicamente-. Volvámonos. Su salud es preciosa, amigo mío. Es usted rico, respetado, admirado, querido. Es usted feliz, como yo lo he sido en otro tiempo. No debe usted malograrse. Por lo que mí respecta, es distinto. Volvámonos. Podría usted enfermarse y no quiero cargar con esa responsabilidad. Además, cerca de aquí vive Luchesi...

-Basta -me dijo-. Esta tos carece de importancia. No me matará. No me moriré de tos.

-Verdad, verdad -le contesté-. Realmente, no era mi intención alarmarle sin motivo, pero debe tomar precauciones. Un trago de este medoc le defenderá de la humedad.

Y diciendo esto, rompí el cuello de una botella que se hallaba en una larga fila de otras análogas, tumbadas en el húmedo suelo.

-Beba -le dije, ofreciéndole el vino.

Llevóse la botella a los labios, mirándome de soslayo. Hizo una pausa y me saludó con familiaridad. Los cascabeles sonaron.

-Bebo -dijo- a la salud de los enterrados que descansan en torno nuestro.

-Y yo, por la larga vida de usted.

De nuevo me cogió de mi brazo y continuamos nuestro camino.

-Esas cuevas -me dijo- son muy vastas.

-Los Montresors -le contesté- era una grande y numerosa familia.

-He olvidado cuáles eran sus armas.

-Un gran pie de oro en campo de azur. El pie aplasta a una serpiente rampante, cuyos dientes se clavan en el talón.

-¡Muy bien! -dijo.

Brillaba el vino en sus ojos y retiñían los cascabeles. También se caldeó mi fantasía a causa del medoc. Por entre las murallas formadas por montones de esqueletos, mezclados con barriles y toneles, llegamos a los más profundos recintos de las catacumbas. Me detuve de nuevo, esta vez me atreví a coger a Fortunato de un brazo, más arriba del codo.

-El salitre -le dije-. Vea usted cómo va aumentando. Como si fuera musgo, cuelga de las bóvedas. Ahora estamos bajo el lecho del río. Las gotas de humedad se filtran por entre los huesos. Venga usted. Volvamos antes de que sea muy tarde. Esa tos...

-No es nada -dijo-. Continuemos. Pero primero echemos otro traguito de medoc.

Rompí un frasco de vino de De Grave y se lo ofrecí. Lo vació de un trago. Sus ojos llamearon con ardiente fuego. Se echó a reír y tiró la botella al aire con un ademán que no pude comprender.

Le miré sorprendido. El repitió el movimiento, un movimiento grotesco.

-¿No comprende usted? -preguntó.

-No -le contesté.

-Entonces, ¿no es usted de la hermandad?

-¿Cómo?

-¿No pertenece usted a la masonería?

-Sí, sí -dije-; sí, sí.

-¿Usted? ¡Imposible! ¿Un masón?

-Un masón -repliqué.

-A ver, un signo -dijo.

-Éste -le contesté, sacando de debajo de mi roquelaire una paleta de albañil.

-Usted bromea -dijo, retrocediéndo unos pasos-. Pero, en fin, vamos por el amontillado.

-Bien -dije, guardando la herramienta bajo la capa y ofreciéndole de nuevo mi brazo.

Apoyóse pesadamente en él y seguimos nuestro camino en busca del amontillado. Pasamos por debajo de una serie de bajísimas bóvedas, bajamos, avanzamos luego, descendimos después y llegamos a una profunda cripta, donde la impureza del aire hacía enrojecer más que brillar nuestras antorchas. En lo más apartado de la cripta descubríase otra menos espaciosa. En sus paredes habían sido alineados restos humanos de los que se amontonaban en la cueva de encima de nosotros, tal como en las grandes catacumbas de París.

Tres lados de aquella cripta interior estaban también adornados del mismo modo. Del cuarto habían sido retirados los huesos y yacían esparcidos por el suelo, formando en un rincón un montón de cierta altura. Dentro de la pared, que había quedado así descubierta por el desprendimiento de los huesos, veíase todavía otro recinto interior, de unos cuatro pies de profundidad y tres de anchura, y con una altura de seis o siete. No parecía haber sido construido para un uso determinado, sino que formaba sencillamente un hueco entre dos de los enormes pilares que servían de apoyo a la bóveda de las catacumbas, y se apoyaba en una de las paredes de granito macizo que las circundaban.

En vano, Fortunato, levantando su antorcha casi consumida, trataba de penetrar la profundidad de aquel recinto. La débil luz nos impedía distinguir el fondo.

-Adelántese -le dije-. Ahí está el amontillado. Si aquí estuviera Luchesi...

-Es un ignorante -interrumpió mi amigo, avanzando con inseguro paso y seguido inmediatamente por mí.

En un momento llegó al fondo del nicho, y, al hallar interrumpido su paso por la roca, se detuvo atónito y perplejo. Un momento después había yo conseguido encadenarlo al granito. Había en su superficie dos argollas de hierro, separadas horizontalmente una de otra por unos dos pies. Rodear su cintura con los eslabones, para sujetarlo, fue cuestión de pocos segundos. Estaba demasiado aturdido para ofrecerme resistencia. Saqué la llave y retrocedí, saliendo del recinto.

-Pase usted la mano por la pared -le dije-, y no podrá menos que sentir el salitre. Está, en efecto, muy húmeda. Permítame que le ruegue que regrese. ¿No? Entonces, no me queda más remedio que abandonarlo; pero debo antes prestarle algunos cuidados que están en mi mano.

-¡El amontillado! -exclamó mi amigo, que no había salido aún de su asombro.

-Cierto -repliqué-, el amontillado.

Y diciendo estas palabras, me atareé en aquel montón de huesos a que antes he aludido. Apartándolos a un lado no tardé en dejar al descubierto cierta cantidad de piedra de construcción y mortero. Con estos materiales y la ayuda de mi paleta, empecé activamente a tapar la entrada del nicho. Apenas había colocado al primer trozo de mi obra de albañilería, cuando me di cuenta de que la embriaguez de Fortunato se había disipado en gran parte. El primer indicio que tuve de ello fue un gemido apagado que salió de la profundidad del recinto. No era ya el grito de un hombre embriagado. Se produjo luego un largo y obstinado silencio. Encima de la primera hilada coloqué la segunda, la tercera y la cuarta. Y oí entonces las furiosas sacudidas de la cadena. El ruido se prolongó unos minutos, durante los cuales, para deleitarme con él, interrumpí mi tarea y me senté en cuclillas sobre los huesos. Cuando se apaciguó, por fin, aquel rechinamiento, cogí de nuevo la paleta y acabé sin interrupción las quinta, sexta y séptima hiladas. La pared se hallaba entonces a la altura de mi pecho. De nuevo me detuve, y, levantando la antorcha por encima de la obra que había ejecutado, dirigí la luz sobre la figura que se hallaba en el interior.

Una serie de fuertes y agudos gritos salió de repente de la garganta del hombre encadenado, como si quisiera rechazarme con violencia hacia atrás.

Durante un momento vacilé y me estremecí. Saqué mi espada y empecé a tirar estocadas por el interior del nicho. Pero un momento de reflexión bastó para tranquilizarme. Puse la mano sobre la maciza pared de piedra y respiré satisfecho. Volví a acercarme a la pared, y contesté entonces a los gritos de quien clamaba. Los repetí, los acompañé y los vencí en extensión y fuerza. Así lo hice, y el que gritaba acabó por callarse.

Ya era medianoche, y llegaba a su término mi trabajo. Había dado fin a las octava, novena y décima hiladas. Había terminado casi la totalidad de la oncena, y quedaba tan sólo una piedra que colocar y revocar. Tenía que luchar con su peso. Sólo parcialmente se colocaba en la posición necesaria. Pero entonces salió del nicho una risa ahogada, que me puso los pelos de punta. Se emitía con una voz tan triste, que con dificultad la identifiqué con la del noble Fortunato. La voz decía:

-¡Ja, ja, ja! ¡Je, je, je! ¡Buena broma, amigo, buena broma! ¡Lo que nos reiremos luego en el palazzo, ¡je, je, je!, a propósito de nuestro vino! ¡Je, je, je!

-El amontillado -dije.

-¡Je, je, je! Sí, el amontillado. Pero, ¿no se nos hace tarde? ¿No estarán esperándonos en el palazzo Lady Fortunato y los demás? Vámonos.

-Sí -dije-; vámonos ya.

-¡Por el amor de Dios, Montresor!

-Sí -dije-; por el amor de Dios.

En vano me esforcé en obtener respuesta a aquellas palabras. Me impacienté y llamé en alta voz:

-¡Fortunato!

No hubo respuesta, y volví a llamar.

-¡Fortunato!

Tampoco me contestaron. Introduje una antorcha por el orificio que quedaba y la dejé caer en el interior. Me contestó sólo un cascabeleo. Sentía una presión en el corazón, sin duda causada por la humedad de las catacumbas. Me apresuré a terminar mi trabajo. Con muchos esfuerzos coloqué en su sitio la última piedra y la cubrí con argamasa. Volví a levantar la antigua muralla de huesos contra la nueva pared. Durante medio siglo, nadie los ha tocado. In pace requiescat!
Tomado de la: Biblioteca Digital Ciudad Seva
Dirección-e: http://www.ciudadseva.com

Maurice Bejart- Bolero de Ravel, (última parte).

martes, 3 de agosto de 2010

EL PRINCIPITO de ANTOIN DE SAINT-EXUPÉRY


SÍNTESIS DEL ARGUMENTO
Duranteuna travesía por el desierto del Sahara, el avión piloteado por el protagonista sufre una descompostura y tiene que aterrizar sobre la arena. De repente aparece un muchachito que le pide que le haga unos dibujos. El piloto se sorprende de la presencia del muchachito, que no parece estar perdido, ni muerto de hambre ni de sed. Platicando con él se entera que su planeta es del tamaño de una casa, en él hay árboles enormes llamados baobabs que dan semillas que al germinar infestan el suelo y hay que arrancarlas rápidamente; tiene una rosa y tres volcanes que limpiar y su única distracción es ver las puestas de sol. Cuenta que un día, aprovechando una bandada de pájaros emigrantes que pasaban por su planeta, salió de él a conocer otros mundos.

En el primer mundo que visitó vivía un rey, quien quería ser obedecido en todo, hasta en lo absurdo; en el segundo un vanidoso, quien quería seraplaudido. En el tercero había un bebedor, quien decía beber para olvidar; en el cuarto estaba un hombre de negocios, que estaba muy ocupado contando las estrellas y se consideraba riquísimo por poseerlas. En el quinto planeta había un farolero que tenía el encargo de prender y apagar el farol para alumbrar a los demás; en el sexto un geógrafo recibía a los exploradores y tomaba nota de sus informaciones; se emocionó al conocer al Principito, pero se desilusionó al saber lo pequeño que era su planeta y le aconsejó visitar el planeta Tierra... Es así como llegó al África.

En el desierto, el Principito encontró a una serpiente, quien le dijo que era poderosa y podía ayudarle -cuando él decidiera- a regresar a su planeta; también conoció al eco, que le repetía sus mismas palabras y nunca contestó a sus preguntas. Encontró un jardín cuajado de rosas, al verlo se entristeció y se lamentó: "me creía rico con una flor única y sólo poseo una rosa ordinaria"... y tendido en la hierba, lloró.

Después apareció un zorro, quien le pidió que lo domesticara para poder jugar con él y le explicó: "domesticar es crear vínculos"..."Tú no eres para mí más que un muchachito igual a otros cien mil, pero si tú me domesticas tú serás para mí único en el mundo y yo seré para ti único en el mundo, entonces tendremos necesidad el uno del otro." El Principito y el zorro se veían todos los días a la misma hora y así el muchacho fue domesticando al zorro. Llegó el día de la partida y al despedirse, el zorro dijo al Principito: "Ve a ver las rosas y comprenderás que la tuya es única en el mundo". Después le confió su secreto: "Sólo se ve bien con el corazón; lo esencial es invisible para los ojos"... "El tiempo que invertiste en tu rosa es lo que la hace impor­tante, te haces responsable de lo que has domesticado."

Mientras el piloto intenta reparar la nave, el pequeño permanece a su lado contándole sus aventuras. Al cabo de varios días, el aviador concluye los arreglos y puede regresar a la civilización, en tanto que el Principito, que vagaba por el desierto buscando la forma de regresar a su planeta, lo consigue con la ayuda de la serpiente.

MIRA A SU ESTRELLA, RETORNA A SU ORIGEN (Fragmento)

Me alegra -dijo el principito- que hayas arreglado ya la avería del avión. Así podrás volver a tu tierra...
- ¿Cómo lo sabes? No respondió a mi pregunta y añadió:

- También yo vuelvo hoy a mi planeta... y terminó melancólico:
- ¡Es mucho más lejos... y más difícil!... El me dijo:

- Esta noche hará un año. Mi estrella se encontrará
justamente arriba del lugar, donde yo caí el año anterior.

- Pequeño buen hombrecito, ¿verdad que no es más que un mal sueño esta historia de la serpiente, de la cita y de la estrella?

Pero no respondió mi pregunta. Me dijo:

- Lo que es importante no se ve...

- Seguramente.

- Es como la flor. Si tú amas a una flor que se encuentra en una estrella, es dulce en la noche mirar al cielo. Todas las estrellas están floridas.

- Seguramente.

- Es como con el agua. La que tú me has dado a beber
era como una música a causa de la polea y de la cuerda...,
¿tú te acuerdas?... iera buena!

- Seguramente.

- Mirarás la noche, las estrellas. Es demasiado pequeño donde yo vivo para que te muestre dónde se encuentra la mía. Es mejor así. Mi estrella será para ti una de esas estrellas. Entonces te gustará contemplar todas las estrellas... Todas serán tus amigas. Y después yo voy a hacerte un regalo...
Se rió de nuevo.

- iAh! Pequeño buen hombrecito, pequeño buen hombrecito, ime gusta oír esa risa!

- Precisamente ese será mi regalo... será como el agua...

- ¿Qué quieres decir?

- Las estrellas no son la misma cosa para todos. Para algunos que viajan, las estrellas son guías. Para otros no son más que pequeñas luces, para otros que son sabios son problemas. Para mi hombre de negocios eran oro. Pero todas esas estrellas callan. Tú tendrás estrellas como nadie ha tenido...

- ¿Qué quieres decir?
- Cuando veas al cielo, la noche, puesto que yo viviré
en una de ellas, eso será para ti como si rieran todas las estrellas. iTú tendrás estrellas que saben reír!
Y él rió otra vez.
-.-.-.-.-.-.

Posible nota interpretativa:
El Principito deja su mundo porque se siente solo. Pese a que ahí tiene todo para ser feliz no se involucre con nada. Tiene vida emocional, su rosa, pero no la valora. Tiene trabajo, cortar las hierbas y cuidar los baobabs, y sin embargo hace una rutina de ello. Igual tiene ideales, ver las puestas de sol y las contempla solo y tiene vida interior, deshollinar los volcanes. Su soledad viene del aislamiento emocional, de apartarse del amor, de no querer recibir ni dar.

El ZORRO (representa al amigo), quien le enseña que es responsable de lo que se ama y que la amistad es una forma de amor.
JARDÍN DE ROSAS (representa a la mujer).
Primero ve que su rosa le mintió, no es única, pero descubre que lo que hace importante es la convivencia y el cuidado que él le ha tenido.
EL AVIADOR (representa al mentor). Le enseña la importancia de la compañía protectora.
LA SERPIENTE (representa a la muerte). Le hace ver que ella es el medio para retornar a su origen.
El Principito se da cuenta que extraña su mundo, que es allá donde tiene sus pertenencias y decide regresar a hacerse cargo de ellas, utilizando lo que le han enseñado. HA APRENDIDO A AMAR. Erich Fromm da 4 características del amor: CUIDADO, CONOCIMIENTO, RESPETO, RESPONSABILIDAD (¿A quién amas realmente? ¿Por quién eres amado? ¿A quién no amas? ¿Qué evades?)
El Principito viejo tiene que morir para que surja el nuevo. Tiene que mirar a su estrella en lo alto y volver a donde él pertenece.