Reportaje, ensayo, narrativa: maneras de escribir divulgación científica, por Alan Lightman
El presente texto, tomado de la introducción al libro The best american science writing 2005 (Harper, Nueva York, 2005), y traducido por Sergio de Régules, refleja la visión de un maestro de la divulgación científica.
Hay tantas maneras de escribir divulgación científica como de escribir lo que sea, y cada una tiene sus herramientas y su territorio. Existe el reportaje, cuyo autor “busca la nota”, entrevista a los expertos y, en esencia, se quita de en medio. Está el ensayo, cuyo autor mira al interior en vez de al exterior, se otorga el papel protagónico y descaradamente invita al lector a verlo batallar con una idea. Hay una tercera categoría que podríamos llamar narrativa experimental. En ésta el autor puede tratar de captar una escena o un momento de la vida, como en la narrativa literaria, sin explicaciones extendidas ni comprensión cabal; o bien puede construir una fantasía para ilustrar algún principio científico importante. En esta categoría se encuentran el incomparable La tabla periódica, de Primo Levi, el clásico Flatland, de Edwin Abbott, y los libros del señor Tompkins, de George Gamow.
Como en todo tipo de escritura, la buena divulgación científica es clara, cautivadora, inteligente, estimulante, imaginativa, elegante y chusca, cuando el humor es natural. (¡Cómo quisiera que mi trabajo siempre cumpliera estos altos ideales!) No hay reglas. Como dijo Henry James en su ensayo “El arte de la novela”, la única regla que no se puede romper es que lo escrito sea interesante. Pero yo creo que la divulgación científica tiene otras exigencias que no comparte con otros tipos de escritura, en primer lugar porque el tema suele ser de carácter técnico y en segundo lugar porque a mucha gente le aterra la ciencia.
Para lidiar con el primer reto no recomiendo saltarse las partes difíciles del tema. Más bien hay que ensuciarse las manos. Hable con los expertos. Estudie. Conozca el material lo bastante bien como para poder hacer simplificaciones sin perder las ideas esenciales. Para esto es muy útil una buena metáfora. Por ejemplo, ¿cómo puede el lego entender el concepto, fundamental en cosmología, de que el universo se expande, con todas las galaxias alejándose unas de otras, pero sin centro de partida de la expansión? En 1931 el astrónomo Arthur Eddington propuso imaginarse que el espacio es bidimensional y que las galaxias son puntos pintados en la superficie de un globo que se infla. Desde la perspectiva de cualquiera de los puntos, los otros se alejan en todas direcciones, pero ninguno de ellos es el centro. Desde entonces esta hábil metáfora ha ayudado a los estudiantes de cosmología de todo el mundo, sin importar en qué lengua aprendan esta asignatura.
Una estrategia excelente para lidiar con el segundo problema, el “miedo a la ciencia”, es mostrar el lado humano de ésta. Por más remoto que parezca el tema, la empresa científica es profundamente humana. “Basta con hacer contacto”, escribió E. M. Forster en Howards end. Los científicos tienen pasiones, miedos, envidias, culpabilidades, ambiciones y momentos de nobleza y de cobardía, como todo el mundo. Los científicos tienen vidas y sufren dramas.
Consideremos, por ejemplo, la teoría de cuerdas, quizá la disciplina más esotérica de la ciencia de hoy. La teoría de cuerdas habla de unos trocitos de materia vibrante de tamaños ultrapequeños, mucho menores que el núcleo de un átomo. (La teoría también implica que el espacio tiene unas cuantas dimensiones adicionales, pero eso es lo de menos.) Hace 20 años, cuando el físico teórico John Schwarz propuso la teoría de cuerdas, irrumpió en el escenario del Centro de Física de Aspen y, en palabras del divulgador de la ciencia Dennis Overbye, “se puso a parlotear, diciendo que había descubierto una teoría que lo explicaba todo”. Según un plan preestablecido, de entre bastidores salieron unos individuos vestidos de blanco y se llevaron a Schwarz. A los pocos años, cuando la risa había pasado, Schwarz se dio cuenta de que su teoría de cuerdas sí podía explicar todas las fuerzas de la naturaleza. “De inmediato me convencí de que valía la pena dedicarme a esto”, recordó Schwarz en su entrevista con Overbye. Hasta hoy no hay ni pizca de evidencia experimental en favor de la teoría de cuerdas. Con todo, algunos de los mejores físicos teóricos del mundo están enamorados de ella. He ahí una historia. Roger Straus, de la editorial Farrar, Straus & Giroux, me dijo una vez que el secreto de escribir buena divulgación científica —o de escribir bien en general— es narrar historias. “A la gente le encantan las historias”, dijo Roger.
El físico y novelista estadounidense Alan Lightman (1948) es uno de los divulgadores científicos actualmente vivos más influyentes. Su novela Sueños de Einstein se ha convertido en un clásico de la literatura que, además de narrar, divulga la ciencia.
Tomado del Muégano Divulgador #40. Boletín de la Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM.
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